En 1986, un diputado mexicano visitó la cárcel de Cerro Hueco, en Chiapas. Allí encontro a un indio tzotzil, que había degollado a su padre y había sido condenado a treinta años de prisión. Pero el diputado descubrió que el difunto llevaba tortillas y frijoles, cada mediodia, a su hijo encarcelado.
Aquel preso tzotzil había sido interrogado y jusgado en lengua castellana, que él entendia poco o nada, y con ayuda de una buena paliza había confesado ser el autor de una cosa llamada parricidio.
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